martes, mayo 19, 2009

Jean-Jacques Rousseau. Emilio

Libro 1
Todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre las manos del hombre. Fuerza a una tierra a nutrir las producciones de otra; a un árbol a llevar los frutos de otro. Mezcla y confunde los climas, los elementos, las estaciones. Mutila a su perro, a su caballo, a su esclavo. Transforma todo, desfigura todo: ama la deformidad, los monstruos; no quiere nada tal como lo ha hecho la naturaleza, ni siquiera al hombre: necesita domarlo para él, como a un caballo de picadero; necesita deformarlo a su gusto, como a un árbol de su jardín.
Sin esto, todo iría aún peor, porque nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el actual estado de las cosas, un hombre abandonado a sí mismo entre los otros desde su nacimiento sería el más desfigurado de todos. Los prejuicios, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales en las que nos hallamos sumergidos, ahogarían en él la naturaleza y no pondrían nada en su lugar. Sería entonces como un arbolillo que el azar hace nacer en medio de un camino y que los transeúntes hacen perecer sacudiéndolo por todas partes y doblándolo en todos los sentidos.
¡Es a ti a quien me dirijo, tierna y previsora madre, que supiste apartarte de la carretera, y proteger el arbolillo naciente del choque de las opiniones humanas! Cultiva, riega la joven planta antes de que muera: sus frutos harán un día tus delicias. Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu hijo: otro puede marcar su circuito, pero sólo tú debes poner ahí la barrera.
A las plantas se las forma mediante el cultivo, y a los hombres mediante la educación. Si el hombre naciese grande y fuerte, su talla y su fuerza serían inútiles hasta haber aprendido a servirse de ellas; le serían perjudiciales, impidiendo a los demás pensar en ayudarle, y abandonado a sí mismo, moriría de miseria antes de haber conocido sus necesidades. ¡Suelen quejarse del estado de la infancia! No comprenden que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiera empezado por ser niño.
Nacemos débiles, necesitamos fuerzas; nacemos desprovistos de todo, necesitamos asistencia; nacemos estúpidos, necesitamos juicio. Todo cuanto no tenemos en nuestro nacimiento y que necesitamos de mayores nos es dado por la educación.
Esta educación nos viene de la naturaleza, o de los hombres o de las cosas. El desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que nos enseñan a hacer de tal desarrollo es la educación de los hombres; y la adquisición de nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan es la educación de las cosas.
Así, pues, cada uno de nosotros es formado por tres clases de maestros. El discípulo en el que sus lecciones diversas se oponen se halla mal educado, y nunca estará de acuerdo consigo mismo. Aquel en quien todas ellas coinciden en los mismos puntos y tienden a los mismos fines, va solo a su meta y vive consecuentemente. Sólo éste se halla bien educado.
De estas tres educaciones diferentes, la de la naturaleza no depende de nosotros; la de las cosas sólo depende en ciertos aspectos; la de los hombres es la única de la que somos realmente dueños; todavía no lo somos más que por suposición, porque ¿quién puede esperar dirigir por entero las palabras y acciones de todos cuantos rodean al niño?
Dado que la educación es un arte, resulta casi imposible que triunfe, puesto que el concurso necesario para su éxito no depende de nadie. Todo lo que puede hacerse a fuerza de cuidados es acercarse más o menos a la meta, pero se necesita suerte para alcanzarla.
¿Cuál es la meta? La misma de la naturaleza, como acabamos de probar. Dado que es necesario el concurso de tres educadores para su perfección, hay que dirigir hacia aquella sobre la que nada podemos las otras dos. Pero quizás esa palabra, naturaleza, tenga un sentido demasiado vago. Trataremos de fijarlo aquí.
La naturaleza, nos dicen, no es más que el hábito. ¿Qué significa esto? ¿No hay hábitos impuestos a la fuerza que no siempre ahogan a la naturaleza? Tal es, por ejemplo, el hábito de las plantas cuya dirección vertical se entorpece. La planta liberada mantiene la inclinación que se le ha obligado a tomar; pero no por ello la savia ha cambiado su dirección primitiva, y si la planta continúa vegetando, su prolongación vuelve a ser vertical. Lo mismo ocurre con las inclinaciones de los hombres. Mientras se permanece en el mismo estado, pueden guardarse las que resultan del hábito, las menos naturales para nosotros; pero tan pronto como cambia la situación, el hábito cesa y lo natural reaparece. La educación no es, desde luego, más que un hábito. Ahora bien, ¿no hay gentes que olvidan y pierden su educación? ¿No hay otras que la conservan? ¿De dónde procede esa diferencia? Si hay que limitar el nombre de naturaleza a los hábitos conformes con la naturaleza, podemos ahorrarnos este galimatías.
Nacemos sensibles, y desde nuestro nacimiento somos afectados de diversas maneras por los objetos que nos rodean. Tan pronto como poseemos, por así decir, conciencia de nuestras sensaciones, estamos dispuestos a buscar o a rechazar los objetos que las producen: en primer lugar, según sean agradables o desagradables; luego, según la conveniencia o inconveniencia que encontramos entre nosotros y esos objetos, y por último, según los juicios que tengamos sobre la idea de felicidad o de perfección que la razón nos da. Estas disposiciones se extienden y afirman a medida que nos volvemos más sensibles y más esclarecidos; pero, coaccionadas por nuestros hábitos, se alteran más o menos con nuestras opiniones. Antes de esa alteración, esas disposiciones constituyen lo que yo llamo en nosotros la naturaleza.
A esas disposiciones primitivas deberíamos, por tanto, remitirlo todo, y ello sería posible si nuestras tres educaciones sólo fueran diferentes; pero, ¿qué hacer cuando son opuestas, cuando en lugar de educar a un hombre para él mismo se le quiere educar para los demás? Entonces el acuerdo es imposible. Forzado a combatir la naturaleza o las instrucciones sociales, hay que optar entre hacer un hombre o un ciudadano; porque no se puede hacer uno y otro al mismo tiempo.
Cuando es compacta y está bien unida, toda sociedad parcial se aparta de la sociedad mayor. Todo patriota es duro para los extranjeros: no son más que hombres, a sus ojos no son nada. Tal inconveniente es inevitable, pero débil. Lo esencial es ser bueno con las gentes con quienes se vive. Para el exterior, el espartano era ambicioso, avaro, inicuo; pero el desinterés, la equidad y la concordia reinaban entre sus muros. Desconfiad de esos cosmopolitas que van a buscar lejos, en sus libros, deberes que desdeñan cumplir a su alrededor. Tal filósofo ama a los tártaros para estar dispensado de amar a sus vecinos.
El hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que sólo tiene relación consigo mismo o con su semejante. El hombre civil no es más que una unidad fraccionaria que depende del denominador, y cuyo valor está relacionado con el entero, que es el cuerpo social. Las buenas instituciones sociales son las que mejor saben desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para darle una relativa y transportar el yo a la unidad común, de suerte que cada particular ya no se crea uno, sino parte de la unidad, y no sea sensible más que en el todo. Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio; era un romano e incluso amaba a la patria exclusivamente por ser la suya. Régulo se pretendía cartaginés por haberse convertido en un bien de sus amos. En su calidad de extranjero se negaba a sentarse en el senado de Roma; fue preciso que un cartaginés se lo ordenara. Se indignaba porque se quiso salvar su vida. Venció y regresó triunfante para morir en el suplicio. Yo creo que esto tiene muy poca relación con los hombres que conocemos.
El lacedemonio Pedareto se presenta para ser admitido en el consejo de los Trescientos y es rechazado; se marcha muy contento de haber encontrado en Esparta trescientos hombres más valiosos que él. Supongo sincera esta demostración, y hay motivo para creer que lo era: he ahí al ciudadano.
Una mujer de Esparta tenía cinco hijos en el ejército y esperaba noticias de la batalla. Llega un ilota; le pregunta sobre ella temblando: «Vuestros cinco hijos han muerto. —Vil esclavo, ¿te he preguntado eso? —¡Hemos obtenido la victoria!». La madre corre al templo y da gracias a los dioses. He ahí a la ciudadana.
El que quiere conservar la primacía de los sentimientos de la naturaleza en el orden civil no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo mismo, siempre flotando entre sus inclinaciones y sus deberes, nunca será ni hombre ni ciudadano, no será bueno ni para sí ni para los demás. Será uno de esos hombres de nuestros días, un francés, un inglés, un burgués: no será nada.
Para ser algo, para ser uno mismo y siempre uno, hay que obrar como se habla; siempre hay que estar resuelto sobre el partido que se debe tomar, tomarlo abiertamente y seguirlo siempre. Espero a que se muestre ese prodigio para saber si es hombre o ciudadano, o cómo se las arregla para ser al mismo tiempo lo uno y lo otro.
De estos objetivos necesariamente opuestos, derivan dos formas de institución contrarias: la una pública y común, la otra particular y doméstica.
¿Queréis tener una idea de la educación pública? Leed La república de Platón. No es una obra política, como piensan los que sólo juzgan los libros por sus títulos. Es el tratado de educación más hermoso que jamás se ha hecho.
Cuando alguien se quiere remitir al país de las quimeras cita la institución de Platón. Si Licurgo hubiera puesto la suya sólo por escrito, me parecería mucho más quimérica. Platón no hizo otra cosa que depurar el corazón del hombre; Licurgo lo desnaturalizó.
La institución pública no existe ya, no puede existir, porque donde ya no hay patria ya no puede haber ciudadanos. Esas dos palabras, «patria» y «ciudadano», deben ser borradas de las lenguas modernas. Sé de sobra la razón de esto, pero no quiero decirla: no sirve de nada a mi tema.
No considero una institución pública esos irrisorios establecimientos que se denominan colegios. Tampoco cuento la educación del mundo, porque al tender esa educación a dos fines contrarios, fracasa en los dos; sólo sirve para hacer hombres dobles, que siempre parecen referir todo a los demás y nunca refieren nada sino sólo a sí mismos. Y estas demostraciones, por ser comunes a todo el mundo, no engañan a nadie. Son otros tantos cuidados perdidos.
De estas contradicciones nace la que constantemente experimentamos en nosotros mismos. Arrastrados por la naturaleza y por los hombres a rutas contrarias, forzados a repartirnos entre esos impulsos diversos, seguimos una dirección compuesta que no nos lleva ni a una meta ni a otra. Así, combatidos y flotantes durante todo el curso de nuestra vida, la acabamos sin poder ponernos de acuerdo con nosotros, y sin haber sido buenos ni para nosotros ni para los demás.
Queda, por último, la educación doméstica o de la naturaleza. Pero ¿qué será para los demás un hombre que ha sido educado únicamente para sí? Si el doble objeto que se propone pudiera reunirse acaso en uno solo, eliminando las contradicciones del hombre se eliminaría un gran obstáculo para su felicidad. Para juzgarlo, habría que verlo formado por completo; habría que haber observado sus inclinaciones, visto sus progresos, seguido su marcha: en una palabra, habría que conocer al hombre natural. Creo que algunos pasos se habrán dado en esta investigación después de haber leído el presente escrito.
Para formar ese hombre raro, ¿qué hemos de hacer? Mucho, sin duda: impedir que se haga algo. Cuando sólo se trata de ir contra el viento, se voltejea; pero si la mar está gruesa y se quiere permanecer en el sitio, hay que echar el ancla. Joven piloto, ten cuidado para que tu cable no escape o para que tu ancla no garre, y para que el navío no derive antes de que te hayas dado cuenta.
En el orden social, donde todos los puestos están marcados, cada cual debe estar educado para el suyo. Si un particular formado para su puesto se sale de él, ya no sirve para nada. La educación sólo es útil mientras la fortuna concuerda con la vocación de los padres; en cualquier otro caso es perjudicial para el alumno, aunque sólo sea por los prejuicios que le ha dado. En Egipto, donde el hijo estaba obligado a abrazar el estado de su padre, la educación tenía por lo menos un fin asegurado; pero entre nosotros, donde sólo permanecen los rangos, y donde los hombres cambian constantemente en ellos, nadie sabe si educando a su hijo para el suyo está trabajando contra él.
En el orden natural, por ser todos los hombres iguales, su vocación común es el estado de hombre, y quien está bien educado para ése no puede cumplir mal los que se relacionan con él. Poco me importa que destinen a mi alumno a la espada, a la Iglesia o a los tribunales. Antes que la vocación de los padres, la naturaleza lo llama a la vida humana. Vivir es el oficio que quiero enseñarle. Lo admito, al salir de mis manos no será ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote: será ante todo hombre; todo lo que un hombre debe ser sabrá serlo, llegado el caso, tan bien como cualquier otro, y por más que la fortuna le haga cambiar de puesto, estará siempre en el suyo.
(Jean-Jacques Rousseau, Emilio o la educación)
Para una versión completa del texto ver:

3 comentarios:

  1. Sé que queda poco tiempo de cursada, pero me gustaría preguntar acerca de los tres tipos de educación que plantea Rousseau, "la de naturaleza, la del hombre, la de las cosas", ya que no me quedan claro los conceptos y me parecen muy interesantes. Habla también de tres clases de maestros...
    Ojalá pudiéramos charlar esto en clase, pero si no es así, les agradecería si pudieran recomendarme bibliografía que me ayude a interpretar estas ideas del "Emilio" que escapan a mis posibilidades.
    Gracias!

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  2. Hola Lorena:
    Efectivamente nos queda solamente un teórico para señalar algunos rasgos de la globalización de fines del siglo XX y del hipertexto como la nueva escena de lectura y escritura en Internet.
    Sobre tu comentario van dos cuestiones:
    1) Me parece que tomaste de manera "literal" lo de los tres "educadores" que viene luego de los tres tipos de educación naturaleza, hombres y cosas en el texto del primer capítulo. El metafórico educador de Emilio, el preceptor, el ayo, que sustituye al padre, es un tutor que lo acompaña durante toda la vida hasta el casamiento y lo deja cuando se convierte a su vez en padre.
    2) Para aproximarse a las abundantes exageraciones y contradicciones de Rousseau habría que leer en forma conjunta por lo menos El Contrato Social en sus relaciones con Emilio; y ello después de ver los rasgos principales del pensamiento del siglo XVIII para encontrar en qué puntos Rousseau es el Siglo XVIII y en cuáles es el siglo XIX.
    Se me ocurren dos lecturas que podrían servirte con estos enfoques:
    El prólogo de Jorge Dotti a "El mundo de Juan Jacobo Rousseau", del CEAL, Bs. As, 1980
    Touchard, Jean (1979) Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid.
    Ambos están en la biblioteca de la UNLu. Seguramente habrá bibliografía más actualizada que desconozco.
    Y habrá que prepararse para continuar la cosa en Teorías 2.
    Cariños.
    RC

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  3. en que lugar ocurrio el hecho de esta obra?
    le agradezco a quien me conteste
    gracias

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